lunes, 13 de noviembre de 2017




Villafañez, Oscar: asistente al taller "Promoción a la lectura".
                              Profesora Erika.
Aprendí a leer. Aprendo a comprender.
Peleo con y por las palabras. Aprendo a paladearlas.
Aprendí a escribir. Intento ubicar las palabras de tal modo que me expresen, con un criterio inhabitual en ellas, lo que vivencio e imagino en una asociación de relaciones concéntricas.

Consigna colectiva: escuchamos en comentarios y sugerencias. Estimulantes los textos, despertadoras las consignas a partir de los mismos.








Por Oscar Villafañez


La Carta
 
      Piquillín, rinconcito del mundo en este cordobés. Podrá recogerlo en el cuenco de mis manos como a un poco de agua de lluvia.
En su estación de ómnibus, tomando una bebida, se me acercó un parroquiano, ya mayor. Saludó y se presentó como Ramiro, peón de campo. Lo invité a sentarse a la mesa y a tomar lo que gustara.
-Gracias; seré breve. Necesito un favor... Le cuento, hace poquito conocí a una señora... En mi soledad, el sol era mi despertador para ir a trabajar, la luna me indicaba descanso y la lluvia me impedía trabajar... (Calló).
-¿Eso es todo?
-No, eso es el principio. Le pido, con respeto (se había quitado el sombrero y apretaba el ala, ancha) si puede escribir (respiró hondamente) una carta... ( se detuvo, encaró de nuevo) una carta de amor. Sus familiares me dijeron que lo encontraría aquí y que, usted, podría ayudarme.
-Le agradezco su confianza. No soy ducho en ese menester pero veré qué se puede hacer. Ahora vuelvo a Córdoba pero regresaré el sábado próximo.
-(Ansioso y en voz baja) - ¿Con la carta?
- Sí, con la carta- contesté y nos despedimos
........
          Estimada Señora:
                                      Para tratar de enlazar lo indefinido que me atropella por dentro de mi pecho, he buscado palabras de día, de noche, en la brisa, en la llovizna... También en el desolado andén de la estación de trenes donde se pasean sombras de adioses, sombras de encuentros que fueron... Y sigo buscando en mi silencio o en algún sollozo. No me crea, por esto, flojo de ánimo, sólo que me cuesta expresarlo. Espero no serle enojoso. Cuento con su comprensión...
Y, al fin Señora, después de tanto, rejunté algunas palabras para arrimárselas y así darme a conocer.
Me parece que, quién más quién menos necesitamos de algo, de alguien, algo de alguien; así, el lucero, impaciente, pide mucho más que la penumbra; necesitamos una pérdida ineludible para poder lavar nuestros ojos, una sonrisa para volver a tener más infancia que la del colibrí.
El sacerdote encuentra vocación para hallar a Dios y yo me encontré, en mis manos ciegas, vocación para dar con la materia ígnea de la palpitación oculta. Creo que me vendría el mismo escalofrío, y disculpe la comparanza, como el de aquella vez que sorprendí a una codorniz entre los rastrojos del campo segado...
(La recuerdo porque aquel día el sol pasó tan rápido que se olvidó de apagarla.)
Cerquita, nomás, un descampado me sirve para ver la tajada de luz de la luna creciente. Ahora siento al sol no como un guascazo sobre mi lomo, sino como a alguien que nos regala todos los colores y sobre mi techo de zinc escucho, calladito, las notas de lluvia y sonrío pensando que está bautizando a la tierra teniendo como testigos a los horneros.
         Señora, y con esto termino aunque no tenga término mi desasosiego: "Inclúyame en su mirada", ayúdeme a mirarla, "desdúdeme" señora, para así poder andar como el agua amansada de las acequias.
          Sin más, y pidiendo las disculpas del caso, le saluda amablemente.
                                                                                                                     Ramiro.
  











Escrito por Jacinta Choque

Quiero contar la historia de un hombre que conozco que se le puede llamar TODERO. El se llama Mario y es encargado de un edificio. Se desempeña en tareas de limpieza. Hace más de 32 años que trabaja ahí. Prácticamente el lo vio crecer. Desde sus cimientos hasta el día de hoy. Él conoce las mañas que tiene. En el transcurso del tiempo han pasado un sin fin de inquilinos que a veces cuesta recordar. Pero el hecho de mi historia es que siempre que pasa algo Mario esta ahí para socorrer o resolver problemas. Él no se ha perfeccionado en ninguno de los oficios, pero a la hora de arreglar una cerradura él se convierte en cerrajero. Cuando hay lámparas o hubo un corte de luz él es electricista. Por esta razón quiero contarles que él es cerrajero, albañil, electricista, plomero y hasta a veces psicólogo.

Por esta razón quiero dar gracias a Mario y a otros como él que siempre están a la hora exacta para solucionar el problema.








Laurel

Hermosa planta que fuiste creada para dar vida y sabor a los platos más exóticos que el ser humano puede crear.
Un día caminando por los senderos de la vida, te vi tirada en forma de gajo arrancado, estabas ahí solita agonizando, pidiendo clemencia por un poco de agua.
Te socorrí y te lleve conmigo. Busqué un recipiente y te puse agua bien fresca que había en mi jardín florido.
Cuando fui a verte al día siguiente, estabas animada. Tus hojitas se movían dándome las gracias.
Cuando vi que estabas recuperándote, te trasplanté a una maceta con la mejor tierra. Al principio estabas creciendo, pero de pronto vi algo que no estaba bien.
Te revise como si fueras mi paciente y encontré el motivo por la cual estabas triste y no tenías ganas de vivir.
La razón era que lombrices traviesas estaban quitándote las vitaminas.
Enseguida actué, te trasladé al campo de mi nieta, donde escogí un rincón para vos solita. La tierra era pura y sin bichitos traviesos que te hicieran daño.
Hoy me di cuenta que ayudarte fue lo más hermoso que te pude regalar. Querida plantita de laurel.


Jacinta Choque








“El día que me volví invisible”

En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los días están hechos una maraña. Me acuerdo de esos calendarios grandes, unos primores, ilustrados con imágenes de los santos que colgábamos al lado del tocador. Ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo,  yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.
Primero me cambiaron de cuarto, pues la familia creció. Después me pasaron a otra más pequeña aun, acompañada de mi bisnieta. Ahora ocupo el cuarto de los sirvientes, el que está en el patio de atrás. Prometieron cambiarme el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumentan mis dolores de hueso.
Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me pasaba semanas buscando una lapicera, y cuando al fin la encontraba, yo misma volvía a olvidar en dónde la había puesto. A mis años, las cosas se pierden fácilmente, claro que es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque yo estoy segura de tenerlas, pero siempre desaparecen.
La otra tarde caí en la cuenta de que también mi voz ha desaparecido. Cuando les hablo a mis nietos o hijos, no me contestan. Todos conversan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos, escuchando atenta lo que dicen. A veces intervengo en la conversación segura de lo que voy a decirles, no se le ha ocurrido a ninguno que les van a servir de mucho mis consejos, pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces, llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar mi taza de café. Lo hago de repente,  para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta de que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan disculpa. Pero nadie viene.
El otro día les dije que cuando muriera entonces si me iban a extrañar. El niño más pequeño dijo: "¿Ah .... es que estas viva, abuela? Les cayó tan en gracia que no paraban de reír.
Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio. Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible. Me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme. Los niños corren a mi alrededor, de un lado a otro, sin tropezar conmigo. Cuando mi yerno se enfermó, tuve la oportunidad de serle útil, le lleve un té especial que yo misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara. Solo que estaba viendo la televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando, mi corazón también.
Un viernes se alborotaron niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos al campo. Me puse muy contenta ¡Hacia años que no salía, y menos al campo! Entonces el sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar mis cosas así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban bolsas y juguetes al auto. Yo ya estaba lista y, muy alegre, me paré en el zaguán a esperarlos. Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en el bullicio, comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el coche o porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a gusto por el bosque.
Sentí clarito como mi corazón se encogió. La barbilla me temblaba como cuando uno ya no aguanta las ganas de llorar.
Vivo con mi familia y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo años. Nadie me recuerda. Todos están tan ocupados. Yo los entiendo, ellos sí hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, abrazan y se besan. Yo ya no sé a que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, era un gusto enorme el que daba tenerlos en mis brazos como si fuesen míos. Sentía su piel tiernita y su respiración dulzona cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar... Pero mi nieta, que acababa de tener a su bebé dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños por cuestiones de salud. Ya no me les acerque más, no fuera ser que les pasara algo malo a causa de mi imprudencia. ¡Tengo tanto miedo de contagiarlos! Ojalá que el día de mañana, cuando lleguen a viejos... sigan teniendo esa unión entre ellos para que no sientan el frío ni los desaires. Que tengan la suficiente inteligencia para aceptar que sus vidas ya no cuentan, como me lo piden.
Y dios quiera que no se conviertan en "VIEJOS SENTIMENTALES QUE TODAVIA QUIEREN LLAMAR LA ATENCION". Y que sus hijos no le hagan sentir como bultos. Para que el día de mañana no tengan que morirse estando muertos ya desde antes... como yo lo estoy.

Por Silvia Castillejos Peral
          
Este relato lo quiero compartir porque es una realidad que a muchos adultos mayores nos pasa una vez que nos volvemos viejos. Somos invisibles para el resto de las personas. 
Jacinta Choque