Por Oscar Villafañez
La Carta
Piquillín, rinconcito del mundo en este
cordobés. Podrá recogerlo en el cuenco de mis manos como a un poco de agua de
lluvia.
En su estación de ómnibus,
tomando una bebida, se me acercó un parroquiano, ya mayor. Saludó y se presentó
como Ramiro, peón de campo. Lo invité a sentarse a la mesa y a tomar lo que
gustara.
-Gracias; seré breve. Necesito un
favor... Le cuento, hace poquito conocí a una señora... En mi soledad, el sol
era mi despertador para ir a trabajar, la luna me indicaba descanso y la lluvia
me impedía trabajar... (Calló).
-¿Eso es todo?
-No, eso es el principio. Le
pido, con respeto (se había quitado el sombrero y apretaba el ala, ancha) si
puede escribir (respiró hondamente) una carta... ( se detuvo, encaró de nuevo)
una carta de amor. Sus familiares me dijeron que lo encontraría aquí y que,
usted, podría ayudarme.
-Le agradezco su confianza. No
soy ducho en ese menester pero veré qué se puede hacer. Ahora vuelvo a Córdoba
pero regresaré el sábado próximo.
-(Ansioso y en voz baja) - ¿Con
la carta?
- Sí, con la carta- contesté y
nos despedimos
........
Estimada Señora:
Para
tratar de enlazar lo indefinido que me atropella por dentro de mi pecho, he
buscado palabras de día, de noche, en la brisa, en la llovizna... También en el
desolado andén de la estación de trenes donde se pasean sombras de adioses,
sombras de encuentros que fueron... Y sigo buscando en mi silencio o en algún
sollozo. No me crea, por esto, flojo de ánimo, sólo que me cuesta expresarlo.
Espero no serle enojoso. Cuento con su comprensión...
Y, al fin Señora, después de
tanto, rejunté algunas palabras para arrimárselas y así darme a conocer.
Me parece que, quién más quién
menos necesitamos de algo, de alguien, algo de alguien; así, el lucero,
impaciente, pide mucho más que la penumbra; necesitamos una pérdida ineludible
para poder lavar nuestros ojos, una sonrisa para volver a tener más infancia
que la del colibrí.
El sacerdote encuentra vocación
para hallar a Dios y yo me encontré, en mis manos ciegas, vocación para dar con
la materia ígnea de la palpitación oculta. Creo que me vendría el mismo
escalofrío, y disculpe la comparanza, como el de aquella vez que sorprendí a
una codorniz entre los rastrojos del campo segado...
(La recuerdo porque aquel día el
sol pasó tan rápido que se olvidó de apagarla.)
Cerquita, nomás, un descampado me
sirve para ver la tajada de luz de la luna creciente. Ahora siento al sol no
como un guascazo sobre mi lomo, sino como a alguien que nos regala todos los
colores y sobre mi techo de zinc escucho, calladito, las notas de lluvia y
sonrío pensando que está bautizando a la tierra teniendo como testigos a los
horneros.
Señora, y con esto termino aunque no
tenga término mi desasosiego: "Inclúyame en su mirada", ayúdeme a
mirarla, "desdúdeme" señora, para así poder andar como el agua
amansada de las acequias.
Sin más, y pidiendo las disculpas del
caso, le saluda amablemente.
Ramiro.