El vestido de terciopelo
Silvina Ocampo
Sudando,
secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta,
llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el
ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi
vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha
de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y
yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y
nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al
Barrio Norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de
agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La
aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una
escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos
hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un
martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y
había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora
llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con
voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro
perfume. Quejándose, nos saludó:
—¡Qué suerte tienen ustedes de
vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá
perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes
creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve —me tomó del mentón y
agregó—: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes,
¿verdad? —y dirigiéndose a Casilda, agregó—: ¿Por qué no le coloca una piedra
sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende
nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga
Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
—Señora, ¿quiere probarse? —dijo
Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó:
—Alcanza de mi cartera los alfileres.
—¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si
alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda
trató de ponerle el vestido de terciopelo.
—¿Para cuándo el viaje, señora?
—le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El
vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!
—El terciopelo se pega mucho,
señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
—Sáquemelo, que me asfixio
—exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la
señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
—¿Para cuándo será el viaje,
señora? —volvió a preguntar Casilda para distraerla.
—Me iré en cualquier momento. Hoy
día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar
listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.
—Se va a París, ¿no?
—Iré también a Italia.
—¿Vuelve a probarse el vestido,
señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un
suspiro.
—Levante los dos brazos para que
pasemos primero las dos mangas —dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo
de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda
trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la
señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el
vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón;
luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y
complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado
izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le
redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar
alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el
terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la
pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los
alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por
uno. ¡Qué risa!
—¡Qué vestido! Creo que no hay
otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires —dijo Casilda, dejando caer un
alfiler que tenía entre sus dientes—. ¿No le agrada, señora?
—Muchísimo. El terciopelo es el
género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus
preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
—¿Le gusta el nardo? Es tan triste
—protestó Casilda.
—El nardo es mi flor preferida, y
sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo
hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la
infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable.
Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer
está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello
de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El
terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la
señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que
estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no
le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los
vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del
afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la
ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las
pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas.
La señora volvió a ponerse de pie
y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas
también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, solo un
imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los
alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género
sobrenatural, que sobraban.
—Cuando seas grande —me dijo la
señora— te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
—Sí —respondí, y sentí que el
terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué
risa!
—Ahora me quitaré el vestido
—dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo
tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante
algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
—Tendré que dormir con él —dijo
la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba
sobre los latidos de su corazón—. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa
—llevó la mano a la frente—. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse
vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
—Yo le aconsejé la seda natural
—protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el
dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón
quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda
dijo melancólicamente:
—Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer
este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
—¡Qué risa!
Consigna de escritura: antes de leer el cuento, escribir un texto con el título "El vestido de terciopelo".